viernes, 15 de julio de 2011

Las Pociones

Francamente, a Mario le molestaba mucho visitar a sus abuelos. Ir a su casa, apenas fuera de la ciudad era como viajar en el tiempo, pasar del año 2000 al siglo XVIII en simplemente media hora.
Era inevitable, tenía que hacerlo. No era que, sus abuelos fueran molestos, que no los quisiera; al contrario siempre se aprendía algo al visitarlos. Pero al haber entrado a la mocedad, estar lejos de la niña del instituto que le gustaba era, simplemente, un sacrificio que según el merecía premio de alguna especie de mártir.
Al llegar, sus impresiones fueron cambiando de poco. El aroma a tierra mojada le recordó aquellos días, donde el lodo sumado a móviles de juguete simbolizaban una tarde, simplemente; perfecta.
El aire puro, sintió, entró la primera vez en sus pulmones. Sintió de repente que no se encontraba ya, dentro de la ciudad. Al menos el clima, frio y lluvioso significaba estar atado a la televisión satelital, mucha comida (MUCHA) de la abuela además de charlas llenas de detalles de asuntos (que al día de hoy) no comprendía por parte de su abuelo; un militar retirado ya.
Esa misma tarde, en vez de pasar con su abuelo la mayor parte del tiempo (como era la costumbre) decidió pasar con su abuela la tremenda tormenta que azotaba la residencia, en la cocina. Sus ojos inquietos, siempre intentaban mirar la pantalla del móvil asesino de esperanzas y guía de fantasías para los mancebos del nuevo siglo en cuestión de amores.
Poco a poco, se fijo que en un estante. Cercano a la estufa, donde la luz a la cocina no llegaba mucho; había una infinidad de frascos de figuras simpáticas, atrayentes en su contenido por el color tan pronunciad. Que tenía que peguntarle (como todo buen pequeño)
Pero, sobre todo en el estante dos frascos portentosos en su aspecto, cada uno con un liquido diferente. Uno rojo y el otro; blanco. Eran tan bellos dichos líquidos, simplemente estaba hipnotizado.
Intentó hablar con su abuela al respecto, pero ella siempre se mostraba esquiva en cada una de las veces que le preguntaba. No podía comprender como aquellos dos frascos eran tan bellos; daba la sensación de querer sentir su garganta dichos líquidos que a su vista, eran divinos. La abuela fue tajante, “ni verlos, ni tocarlos; menos, menos tocarlos”.
Error, todo lo que a un joven no se le debe decir.
Mario, a la media noche. Su corazón estaba ya poseído, sentía que tenía que probarlos.
Al entrar en la cocina, la luz de la luna de forma paradójica alumbraba en la cocina al dichoso estante donde en la misma tarde se había dejado perder.
Tomó con las manos, al primero de los frascos (siempre su cabeza apuntaba hacia el rojo y el blanco) lo dejó en la mesa y tomó el segundo, el más delicioso pensaba. El rojo y el blanco, vertió en un vaso de vidrio.
Al tomarlo, lo sintió cálido y lo más delicioso en su vida. Su vida, sintió un cambio abrupto; sintió como de repente todo se volvía tan móvil para sí.
La mañana siguiente, su abuela no lo había encontrado en su cuarto para pedirle ayuda con el desayuno, sabía que era un joven muy paciente y servicial.
Al entrar a la cocina, en un minuto su vida dejó de tener sentido. Es entonces cuando una historia tiene cuatro ojos. Dos visiones y dos sentimientos.
La abuela, Adelina se arrepintió en un segundo de haber aprendido las practicas mágicas de su cultura húngara, la vida de un ser inocente y maravilloso había quedado a medias. La piel estaba, a medias. A medio color de oro y plata, era inmóvil en toda regla en la boca con la mano el vaso de vidrio ya vacio.
La abuela, no lo dudó en un segundo. Se sentía impotente y sobre todo, cobarde. Tomo con la mano el frasco de líquido blanco. Lo bebió de un sorbo, al tomarlo comprendió la acción de su joven y bello nieto.
Todo, se volvió tan móvil para ellos. Tan inmóviles quedaron, todo era tan bello; tan móvil para ellos.

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